Jorge Dávila Vasquez
 
 
Escritor y crítico de Arte
 
     
 
 
Quito, 2004 - Ecuador
   
La pictórica más reciente del pintor peruano Carlos León Cruz está marcada por la presencia cada vez más fuerte de esos seres que habitan en el mundo remoto y a la vez próximo de la arqueología.
 
No sé de superadas tendencias precolombinas, sino de una constancia : la vida de esos señores de la tierra, de esos artífices y gobernantes, sacrificadores y constructores moches, que aparecen en las monumentales huacas de Trujillo, en donde Léon crea la mayor parte de sus estupendos trabajos plásticos; la existencia vigorosa de esos rostros chimús, tan pronto expresivos como herméticos, custodios del enigma de la historia, del pasmo ante el paso del tiempo, del advenimiento de las generaciones, los invasores, los depredadores, los destructores de su cultura; de los dueños de esas facciones conmovedoras, imponentes, oscuras, todopoderosas de la cerámica del norte peruano, parecen querer invadir con sus energías, sus rasgos, su secreta personalidad los cuadros de León.
 
 
El pintor es conciente de esas fuerzas que vienen de más allá de los siglos, y que con toda evidencia, reclaman su sitio en una de las producciones pictóricas más ricas del Perú actual.
 
 
Por ello, con esa ductilidad que caracteriza a su producción, León Cruz ha abierto las puertas de su magnífica labor a esas poderosas presencia, entre totémicas y humanas.
 
 
Y su creación, que tan pronto se vió invadida por los supervivientes de la violencia, que buscaban formas de estar en la historia, no solo en medio de su drama, su dolor y constante huida, sino también en el mundo de las telas del pintor; como se llenó de la vida siempre renovada por el sueño de los niños, que parecíadepurar todo aquello que había sido lacra, y que León había plasmado tiernamente e sus creaciones, y poblar esos ámbitos luminosos con sus figuras inocentes, con sus mascotas venidas de la esfera de lo fantástico, con sus rostros que contenían en sí  toda la alegría del universo; su trabajo tan rico en contenidos se abre con toda la generosidad de que es capaz - y que siempre es mucha -, a la resurección de los señores de la tierra, entronizándolos en variaciones que van del tótem a la evocación de lo real inmediato.
 
 
Todos los indoamericanos somos precisamente una mezcla entre lo mítico y lo cotidiano. El ancestro nos marca los rasgos, nos llena internamente de sentido de lo mágico, nos permite percibir los mundos que hay más allá de lo inmediato, de lo sensible, de lo ordinario. El cada día nos colma de percepciones de lo dramático que puebla el orbe, de las penas y alegrías de nuestra gente, de su ser y su estar en la tierra.
 
 
Nosotros somos los directos herederos de los señores de la tierra, sean moches, chimús, nazcas, valdivianos, cañaris, incas o parte de ese interminable rosarios de culturas, vidas y sueños de eternidad que forman el mapa de los antiguos padres innegables.
 
 
Esa es la percepción que tiene Carlos León Cruz, esa la realidad representada en el mundo autónomo de sus cuadros, tan hermosos, tan enraizados en el hondón de los orígenes, como próximos, cercanísimos, nuestros, intensamente familiares y cotidianos.
 
 
He aquí una lección de plástica, en la que un verdadero artista despliega sus saberes cromáticos, su sentido tan especial del dominio del espacio, su composición casi ritual. He aquí uno de esos mensajes del arte que nos hermana, nos une, nos hace universales y, al mismo tiempo, únicos, irrepetibles.
 
 
Cobijarnos bajo el cielo de estas telas es hacerlo bajo "el espacio eterno, veloz e inamovible", de que hablaba el gran poeta Dávila Andrade, en el que habitan desde siempre y para siempre las sombras queridas de los padres universales; entrar en su mítica y su mística, en su secreto -toda verdadera obra de arte es un misterio a ser descifrado en su lectura por los espectadores-, es hallar nuestra identidad, una y múltiple, nutrida de ríos de sangres y de anhelos, de gritos de júbilo y de guerra, de espíritus rutilantes y también de almas oscuras, como todo lo humano.
 
 
Leer estas obras es intuir, aunque sea parcialmente, cuanto contiene el vasto libro de América, su génesis y su vigorosa actualidad, gracias al talento constructor de un artista genuino y simple, pero al mismo tiempo vigoroso y cósmico, como la tierra misma que nos nutre y madura como a sus únicos frutos destinados a lo eterno.
 
 
 
 
 
     
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